La Virtud Lempira Honduras

La Virtud Lempira Honduras
La Virtud Lempira Honduras Bucólico Pintoresco y Hospitalario

martes, 24 de enero de 2012

Breve Reseña de La Muerte de Lempira en La Virtud



Nací en Lempira, Honduras, Soy lo que quiero ser, Educador de Profesión, Periodista, Trovador... Polifacético, Vivo un día a la vez y digo lo que quiero decir! www.lavirtudlempirahonduras.blogspot.com

Asi se hace Patria en La Virtud, Lempira, Honduras!



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Celebración del Día de Lempira en La Virtud 2011



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La Virtud, Lempira, de Gala Recordando La Independencia!.wmv



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Poema: Déjese amar!


                                        Déjese amar!

Le pido un momento y escúcheme bien 
Va en busca de paz, y que tal si en mi puede hallar 
Ese poco de amor que inunde su alma y cautive su mundo 
Y convierta en segundos su dolor en canción!

Ven, yo se que no es fácil volver a confiar 
Que no deja un buen sabor todo ese engaño 
Yo no voy a hacerle daño 
Aun no es tarde debe darse una oportunidad. 

Y quiero ser yo quien sorprenda su sueño, 
llevando mi canto en la madrugada 
No es mucho pedir si quiero ser su dueño 
Y ser la razón de todas sus miradas 
Mis ojos podrían decirlo mejor!.

Yo quiero adornar su camino con rosas 
Que donde usted vaya perfume sus pasos 
Le quiero mostrar que la vida es hermosa 
Que puedo partir su tristeza en pedazos 
Podría morir por tenerle en mis brazos. 

Ven, yo no quiero ser uno más del montón 
No es que vaya a prisa, pero necesito su amor 
Ya no puede aguantar, esta enorme pasión, 
Y se rompe mi pecho de verdad, déjese amar 

Ven, quiero ser el ángel que cuide de usted
Solo quiero ser luz para su alma, su sonrisa también 
Estoy seguro que bien puede dejarse amar. 

Y podrá vestirme de color, 
Cada día en el que no haya sol 
Yo podría hacer feliz su vida, 
solo con cantarle mi canción.

Yo quiero adornar su camino con las mejores flores 
Que donde usted vaya, perfume sus pasos y sus pretensiones 
Le quiero mostrar que la vida es hermosa 
Que puedo partir su tristeza en pedazos 
Sus ojos después lo dirán por mi!


    
Inédito de: Elder Martínez (José Martí)
La Virtud Lempira Honduras
Julio de 2012

domingo, 22 de enero de 2012

Quién es un Mujerón?


Estaban dos hombres conversando sobre lo que es un “mujerón”… Uno de ellos empezó a describir lo que para él significaba un “mujerón”. 
Describió los pechos, la cintura, los labios , las piernas y el color de los ojos . Decía que una mujerón tenía que ser una rubia de 1,80 m. ,siliconizada, y con sonrisa colgate. Mujeres dentro de ese concepto no existen muchas. 
¿Y para ti como debía ser un “mujerón” , interrogó a su amigo. Y éste ,meditando un poco , empieza a describirla: 
Un mujerón es aquella que coge dos autobuses para ir a su trabajo, y dos más para regresar. Que cuando llega a su casa ,encuentra un cesto de ropa para lavar, los deberes de los niños para revisar y una familia hambrienta para alimentar. 
Un “mujerón” es aquella que va de madrugada a hacer cola para garantizar la inscripción de sus hijos en el mejor colegio, y aquella jubilada que pasa horas parada haciendo cola en un banco para cobrar una pensión insultante. 

Un “mujerón es la empresaria que administra decenas de funcionarios de lunes a viernes y una familia todos los días de la semana. 
Un “mujerón” es aquella que regresa del supermercado con varias bolsas después de haber comparado precios y hacer malabarismos con el presupuesto. 
Un “mujerón” es aquella que se depila, se pone cremas, se maquilla , hace dieta, ejercicios, usa tacones y lencería, se arregla el pelo y se perfuma , sin tener ninguna invitación para aparecer en una portada de revista.
Un “mujerón” es aquella que lleva a los hijos al colegio y los va a buscar, los lleva a las clases de natación y los va a buscar, los lleva a la cama ,les cuenta historias, reza con ellos, les da un beso y apaga la luz. 
Un “mujerón” es aquella madre del adolescente que no duerme mientras éste no llega sano y salvo a casa y que bien temprano por la mañana ya esta levantada ,calentando la leche y haciendo café. 
Un “ mujerón” es aquella que sabe donde esta cada cosa, lo que cada hijo siente y cual es el mejor remedio para la acidez, para los deditos magullados y para las pesadillas. 
¿Conoce Ud algún “mujerón”?, eche un vistazo a su alrededor... Sí, mi Santa Madre y Barbarita Hernández son para mi ese tipo de Mujer!

jueves, 5 de enero de 2012

Dolorosa, pero es una gran verdad!

El Sensuntepeque de Lempira

Gualcinse, Mapulaca, La Virtud... Son más de nueve los poblados que viven como en otro mundo. En un mapa, se les ubica al sur del departamento hondureño de Lempira, pero siempre han vivido amarrados a El Salvador, aquí tienen las carreteras y los hospitales más cercanos. Recién tienen un puente y un control fronterizo. Y su mundo ya cambió.

Escrito por Un reportaje de Carlos Chávez / Fotografías de Giovanni Cuadra y Giovanni Lemus 
Domingo, 28 agosto 2011 00:00
Jamás había escuchado hablar de La Virtud. ¿Usted sí? La Virtud es un pueblo hondureño. Uno grande que casi roza la frontera salvadoreña, pero que visto en un mapa es apenas un puntito negro en la parte más sureña de un departamento con la forma de un fémur gordo, Lempira.

Nadie sabe decir cuál es la virtud de La Virtud. Sus pobladores casi se consideran isleños. La energía eléctrica y la telefonía fija tocaron esta áspera tierra hace menos de 10 años. Y aún falta que arriben el asfalto y los buses. Aquí, muy pocos conocen el mar, Tegucigalpa o San Pedro Sula.

—Por décadas, quizá por tanta montaña y abandono, todo el sur de Lempira ha estado más relacionado con El Salvador que con el resto de Honduras. Por eso resentimos que desde el año pasado los salvadoreños hayan puesto restricciones en la frontera. –dice Arnulfo Rodríguez.

Arnulfo es el alcalde de La Virtud. Sudoroso –por el opresivo calor de este bajío– me invita a caminar por el adormitado poblado. Y empieza a contar un rosario de cosas. Que ha dejado a medias el proyecto de volver de concreto las calles más céntricas de La Virtud, porque los salvadoreños no quieren dejar entrar camiones con grava de Ilobasco. Que no dejan entrar orquestas salvadoreñas para que amenicen sus fiestas patronales. Que casi no comen pupusas ni verduras porque no las dejan entrar desde El Salvador. Que la única funeraria ya solo tiene un ataúd, porque no dejan entrar más desde El Salvador. Que las remesas que reciben las gastaban en Sensuntepeque. Que los pocos que aquí viajan utilizan el aeropuerto de Comalapa. Que El Salvador está perdiendo dinero...

Según sus cuentas, todo empezó a cambiar en 2009. Ese año, a unos 15 kilómetros más al sur de La Virtud, la Unión Europea inauguró un puente de concreto sobre el fronterizo río Lempa y que finalmente unió a Lempira con el departamento salvadoreño de Cabañas. Quizá por eso lo bautizaron como Integración.

Desde marzo de este año, en el lado salvadoreño del puente Integración, hay un control fronterizo. Eso se traduce en unos 15 militares y unos cinco empleados de migración resguardados en una champa de láminas. Hay dos militares más en otra frontera terrestre cercana a La Virtud, llamado Plazuelas. Los dos flanquean una entrada a Chalatenango.

En San Salvador, una vocera de la Dirección de Migración y Extranjería me explicaba que esta no es una frontera formal. Y que decidieron poner “una patrulla fronteriza” porque hicieron evaluaciones en la zona y constataron que en la frontera circulaba “gente extraña”. Gente foránea que se movía en halos de crimen. Lo que parece una medida lógica o bienintencionada genera malestares.

—El control fronterizo salvadoreño nos ha vuelto más vulnerables. Ahora hay requisitos migratorios que cumplir para poder recibir asistencia médica El Salvador –prosigue Arnulfo, el alcalde.

Arnulfo dice que La Virtud –y otro puñado de municipios– viven muy lejos de los principales hospitales hondureños. El de Gracias (la capital de Lempira), que dicen que no está tan bien equipado, queda a más de 130 kilómetros por caminos arañados por la lluvia. Nueva Ocotepeque, al occidente, igual, significa más de 150 kilómetros. San Pedro Sula y Tegucigalpa quedan a más de 300 kilómetros, en el otro lado del mundo. El alcalde puntualiza que Lempira es tan quebrada que la capital departamental –Gracias– deriva su nombre de algo que exclamó el conquistador español Pedro de Alvarado: “¡Gracias a Dios que hemos hallado tierra llana!”

En La Virtud, una enfermera del centro de salud me platica otra cosa. Que la ambulancia –que también atiende a los municipios vecinos de Mapulaca y Virginia– tiene prohibido pasar a El Salvador. Que hace como tres meses, trasladaron hasta Sensuntepeque a una señora que recibió como 24 machetazos del marido. Pero que al regreso, el control salvadoreño empezó a registrar bien el vehículo, buscando droga quizá. Y que luego –de dos horas de registro– les dijeron que la ambulancia no tenía placas. Y que tenía los vidrios polarizados, y que todo eso era ilegal en El Salvador.

Todo mundo parece tener algo que decir. Una muchacha, llamada Azucena Franco, dice que hace poco fue a parir a su tercer hijo a El Salvador. Pasó por Chalatenango, luego sobre la presa 5 de Noviembre, hasta encontrar el hospital de Ilobasco.

—Aquí lo común ha sido ir parir al hospital de Chalatenango, a Ilobasco o Sensuntepeque. Y luego regresamos para asentar al niño acá. Ahora (los del control fronterizo) quieren que uno pague abogado y asiente al niño en El Salvador. –se queja Azucena.

Un salvadoreño –el propietario de la única funeraria de La Virtud– dice que hace unos meses quiso pasar tres ataúdes por el lado de Chalatenango. Pero que los soldados le pidieron facturas que no tenía. Aunque les lloró, no lo dejaron pasar. Lo que no me dirá es que, por ley, de El Salvador solo puede salir mercadería valorada en menos de $400.

Jaime Reyes, el alcalde de Mapulaca –la población más cercana al puente Integración–, dice que él también ha tenido alguna vez problemas para pasar.

—Uno de adulto pasa si enseña su documento de identidad. Uno lo enseña y a veces no le creen que es uno. Mire el mío, cuando me lo saqué tenía 17 años, hoy tengo 32, estoy más gordo. ¡Aquí en Honduras hay menos billete para renovar estas cosas! Estamos más atrasados.


Todos los caminos del sur de Lempira –ninguno asfaltado– conducen a Candelaria. Quizá por ello el pulso de este poblado es menos adormitado. En sus laberínticas calles, hay tres “pailas” o pick up estacionados. Hay dos farmacias. Hay una cantina-rosticería-de-pollo. Hay una señora que intenta vender unos brócolis y cebollas. Vaga una recua de chuchos de raza indefinida. Y frente a su iglesia de aire colonial, hay un joven acostado a la manera de una impasible estatua de Buda.

Aquí, la sensación de aislamiento es sobrecogedora. Candelaria cuenta con los servicios imprescindibles, pero ni uno más. Hay un solo teléfono fijo. Uno. Y es comunitario, el 2626-5118. La luz eléctrica se encendió aquí recién en 1997, y desde entonces hay un vaivén de apagón, luz, apagón... Rara vez se ven buses o periódicos. No pululan moscas, sino jejenes. Parece que el tiempo se quedó trabado en alguna década del siglo XX. Este municipio, más de adobe que de hormigón, se desparrama en el fondo de una cañada rodeada de peñones grisáceos y muchísimos pinares. Uno de esos peñones impide que los candelarienses vean, en la distancia, el perfil volcánico de El Salvador. Igual, todos saben que está allí, cerca.

—Desde chiquita voy a El Salvador. Pero hoy está distinto –platica Luisa García, de 75 años de edad.

Luisa García regenta uno de los tres únicos comedores –sin rótulos– de Candelaria. Adentro, huele a café recién tostado y cuajada fresca. El aroma riñe, en atención, con un polvoriento y plástico arbolito de navidad de pie en pleno agosto. También me parece curioso el ennegrecido jabón de bola con el que se lava las manos.

—Es jabón de aceituno. Por aquí lo hacen, es más barato que ir a comprar uno de marca a El Salvador–dice Luisa al notar que observo inquisitivamente a su jabón.

Poco después, Luisa platica que se crio con su papá. Y que era él quien la llevaba hasta Sensuntepeque “a lomo de bestia”. Así, dice, que se estilaba antes en esta región. Solo de ida, sorteaban más de 45 kilómetros de calle mala, pésima, más mala que la actual, balaustrada. Eso incluía vadear el Lempa en una especie de maltrecho ferri-garrucha.

Una vez en “Sensunte”, Luisa y su papá buscaban lo mismo que siguen buscando ahora: ropa, quizá un par de zapatos, cambiar aires... Pero, sobre todo, asistencia médica o medicinas. Luisa dice que estaban mejor antes, cuando no existía ese puente de concreto sobre el Lempa. Con el puente se devino un control fronterizo salvadoreño. Ese que la registra, que controla lo que trae y lleva... Y hoy, dice, piensa y repiensa si ir a El Salvador.

—¡¿Y no la semana pasada fuimos a El Salvador a buscar medicina, pues?! –la interrumpe Josefina Mejía.

Josefina es una de las jóvenes empleadas del comedor de Luisa. Es morena, delgada e indiscretamente cándida y platicadora. Mientras se afana en freír unos chicharrones a fuego de leña, Josefina asegura que hace como cinco días fueron a Sensuntepeque para pasar consulta en una clínica pública. Que allá siempre las atienden bien. Que les dan su medicina. Que conoce bien la ondulada fisonomía de Sensuntepeque. Que hasta estuvo trabajando allá, un año, en un comedor...

Luisa y Josefina conocen al doctor Miguel Cañas, del FOSALUD de Sensuntepeque. Con él platiqué, días antes, por teléfono. Y me detallaba que en ese centro de saludad atendieron a más de 420 hondureños en los últimos meses de 2010. Y que quizás son más porque “muchos vienen diciendo que son salvadoreños quizá porque creen que se les atenderá de otra manera. Pero aquí no hacemos distinciones, se les trata como salvadoreños. A veces hasta tienen más prioridad porque sabemos que vienen de lejos”.

Josefina, la cocinera, no se queja del FOSALUD, sino del paso fronterizo...


“Mi hermano tuvo un problema. Su niño agarró neumonía, y se lo llevó a El Salvador. Y allá, los del puente le pidieron el pasaporte del niño. ¿Y cómo le conseguía eso al niño? Aquí un pasaporte cuesta como $45. Y hay que pedir cita para sacarlo en Tegucigalpa o Sula, y lo dan uno o dos meses después. Gracias al cielo que esa vez dejaron pasar al niño de mi hermana.” Josefina cuenta una historia que en esta zona se repite mucho o tiene ligeras variantes.

A modo de ejemplo, en Mapulaca –un poblado más al sur– escuché que para Semana Santa estaban organizando una excursión para que un puñado de niños hondureños conociera las playas de la Costa del Sol. Para más de la mitad de los niños, la excursión llegó hasta la otra orilla del río Lempa, la del lado salvadoreño. No tenían pasaporte.

Intrigado por estas historias, llamé por teléfono a la directora de seguridad y control migratorio de El Salvador, Evelyn Marroquín. Ella dice que exigirle el pasaporte a un niño es un acto legal. Dice que este año entró en acción la Ley de Protección a la Niñez y Adolescencia, la ley LEPINA. “Por la ley LEPINA se pide pasaporte a todos los niños que transitan en fronteras. Claro, cuando hay el caso de un niño grave que no lo tiene se les puede facilitar permiso”, me dijo.

Luisa, la señora del comedor, se ha puesto seria. Dice que preferiría que volvieran los tiempos del puente colgante El Suizo. En el año 2000, un famoso suizo llamado Toni Rüttiman –apodado “the bridge builder” o el puentero– visitó estos parajes. Alguien le contó que Lempira es el departamento más pobre de Honduras. Y que en su parte más sureña, más de 50,000 personas vivían a más de ocho horas de algo que pudiera llamarse un hospital en toda regla.

—El puente podría dar paso a las personas y el comercio de seis municipios hondureños. Un enfermo grave estaría a tres horas de San Salvador –predijo Rüttiman, en perfecto español, a este periódico hace 11 años.

El puentero suizo –sin ser ingeniero– diseñó un puente colgante de 140 metros de largo a la altura del municipio hondureño de Mapulaca; 30 salvadoreños de Victoria –del municipio salvadoreños más cercano– y 30 hondureños de Mapulaca pusieron su mano de obra.

Luisa, la señora del comedor, dice que durante la inauguración del puente, el 13 de enero de 2001, ocurrió una especie de señal o presagio divino: “El suizo estaba inaugurando el puente, cuando se vino el gran remezón. Allá en El Salvador hubo un gran terremoto, hasta aquí se sintió bien fuerte. Dicen que el suizo salió corriendo del puente, pero allí nos dejó la obra”. Así recuerda a ese puente bautizado con el nombre de La Amistad. El mismo que está cayendo en ruinas, tras la apertura del de hormigón, en 2009, pero que aún así algunos lo utilizan para evitar el control fronterizo del puente vecino.

De pronto, Luisa da las buenas tardes a alguien que parece un potencial cliente. Se trata de un señor moreno y bajito con unos enormes lentes de sol trabados sobre su frente.

—Él es salvadoreño... –me susurra Josefina, la cocinera, quien ahora vierte maíz en un molinillo de manivela.

El Salvadoreño dice llamarse Pedro Guarita. Y como buen paisano, parece ser de plática infinita. Toma asiento detrás de una de las dos únicas mesas del comedor. Y platica que por pura coincidencia su apellido es igual al de un municipio vecino, San Juan Guarita. Que tiene tres años de estar alquilando una pieza aquí, pero que su casa-casa está en el fabril y sobrepoblado Soyapango.

—Aquí he puesto un taller de electrónica. Reparo televisores por todo esto. En El Salvador hay como diez en cada pueblo haciendo lo mismo que yo. ¡Pero aquí soy el único!

Guarita dice que aquí está superbien. Que aquí muy pocos reemplazan sus viejos televisores por uno pantalla plana. Que Lempira es territorio fértil para negocios como el suyo. Que quizás lo que aquí hace falta poner es una buena pupusería o una línea de buses. Más tarde, se contradecirá. Dirá que aquí se siente solo, aislado, sin mujer. Que no se quedará mucho tiempo más.

Me despido del inquieto Guarita. Y salgo del comedor a platicar con unos muchachos que pasan la tarde alrededor de la fuente del parque central. Ellos me aseguran que el paso fronterizo con El Salvador, “es un asunto de vida o muerte”. Dicen que hace un mes, Nery Orellana, un comunicador y director de una radio local –llamada Radio Joconguera– que denunciaba el abandono de Lempira, fue baleado por un supuesto sicario.

—A Nery le dieron un balazo en la cabeza. Todavía estaba vivo cuando su familia se lo llevó al hospital que está “más cerca”, el de Sensuntepeque. Lo dejaron pasar la frontera, pero no aguantó el viaje, porque allá murió –dice un joven a manera de ejemplo.

Los mismos “chavales” me sugieren conocer a otro joven, cuyo nombre es bastante popular en Honduras: Olman. Olman Soriano. Dicen que él se cayó de un árbol y que fue llevado grave a un hospital de donde yo vengo, de San Salvador. Y que, por alguna razón, Olman regresó ayer. Pero postrado.

Olman vive en las afueras de Candelaria. En una aldea, más al sur, en Tenango. Aquí, los campesinos se comunican de una montaña a otra a puros chiflidos. Y la energía eléctrica es casi tan mitológica como la Siguanaba. Y esta última podría resultar menos terrorífica que el camino de acceso: es estrecho y con un profundo barranco a cada lado. A la sombra de unos pinares, aparece la casa que busco. Una de barro, resquebrajada, de la que sale una muchacha de silueta delgada pero con un abultado embarazo.

—Ayer regresó Olman de El Salvador, pero no está aquí. Lo tienen en la clínica de Candelaria –explica la joven embarazada, quien se presenta como Martina, la única hermana de Olman.

Dice que su hermano tiene 20 años. Y que, hace unos meses, se encaramó en un pino. Que macheteaba algunas ramas para convertirlas en cercos. Que pisó una rama, y la rama se quebró. Y que tuvo tan mala fortuna que su nuca se estrelló contra el filo de una piedra.

—Los dolores de mi hermano eran terribles. Sus gritos se oían por toda la barranca. Unos hombres me ayudaron a llevarlo a Candelaria, en hamaca.

Martina lo cuenta ante sus dos hijos. Dos güirros caretos que chupan las tusas que envolvieron un tamal de elote. Martina los regaña, les pide tirar las tusas. Luego, trata de resumirme el martirio que significa enfermar o golpearse de gravedad aquí. Olman requirió de una hora para arribar a Candelaria. De Candelaria fue remitido a Sensuntepeque: hay que sumar dos horas y media más. En Sensuntepeque fue re-remitido a San Salvador, otras dos horas más.

—Cuando supe que mi hermano tenía que ir a El Salvador, me afligí.

Martina asegura que no se afligió por la distancia y el tiempo. Se afligió porque ella y Olman son huérfanos. No tienen familiares, su mamá los abandonó. Con más razón lamenta no haberlo podido acompañar a San Salvador, por su embarazo. Y porque ya tiene dos niños, sin pasaporte. Y sobre todo: porque ella no había sacado la tarjeta de identidad hondureña, la misma que exigen los del control fronterizo salvadoreño. Hasta hace poco la consiguió.

Martina se palpa el vientre, dice que ni siquiera hoy podrá acompañar a su hermano.
Me despido de ella. Y busco la clínica de Candelaria. Se trata de una casa de esquina, nueva pero estrecha. Tanto, que la camilla donde yace Olman abarca buena parte de su único corredor.

El rígido y enflaquecido muchacho no dirá nada. Sus ojos esquivan miradas y se vuelven aguanosos cuando escucha lo que una enfermera dice de él.

—Olman pasó solo cinco meses en el Rosales. Allá querían regalarle una cama de agua, pero no se la dieron porque no había un familiar que firmara un documento obligatorio. Luego, el hospital dijo que no tenía $1,500 para operarlo y ponerle una placa de platino en su columna vertebral. Allá se cansaron de esperar tanto, y lo dieron de alta. Dicen que ya no volverá a caminar ni podrá mover los brazos...

Otra enfermera, Emilia Bonilla, parece tener manifiesta intención de platicar. Me revela que más tarde –a las 2 de la madrugada– vendrá una ambulancia para llevarse a Olman. Por primera vez, Olman irá a Tegucigalpa, varias montañas más al oriente, más de ocho horas de viaje. Allá buscarán operarlo...

Emilia Bonilla calla un momento. Luego me confiesa otras cosas.

Que su hermana tiene cáncer. Y que cada 18 días, va por sus quimios a El Salvador. Que alrededor de cinco candelarienses con VIH/sida cruzan el Lempa para encontrar sus retrovirales. Que no entiende por qué El Salvador no deja pasar sus discos-dancing-show para que amenicen las fiestas patronales de Candelaria. Que ella está construyendo un hotelito, pero que no puede comprar el piso cerámico en El Salvador porque en el control fronterizo no le dejan pasar más de $400 en producto. Que extraña viajar a Sensuntepeque –cuando podía llevar a sus hijas sin pasaporte– para llenar con gasolina el tanque de su carro, comprar verduras y comer Pollo Campero.

—¡No sé qué pasa! Yo creo que en El Salvador nos ven de menos desde que pasó lo del golpe de Estado. Por eso están con cosas en la frontera –interrumpe otra enfermera.


Al norte de Candelaria, emerge un cerro en forma de cuña. Y en lo más alto de esa cuña parece a punto de despeñarse Gualcinse.

Gualcinse es uno de los municipios más norteños de los que buscan las clínicas y los hospitales salvadoreños. Dicen que muy cerca de acá, hace más de cuatro siglos, asesinaron a Lempira. Él fue un aguerrido cacique lenca que prestó su nombre a la moneda hondureña y a este departamento, el más pobre de Honduras, según el PNUD. Hace frío. La apariencia de Gualcinse es casi bucólica, pastoril. Pinares y neblina enmarcan su encalada iglesia construida en 1876.

A unos pasos de la iglesia, el suelo cae en precipicio. El borde es un mirador natural hacia El Salvador. De día, desde aquí se ven los conos volcánicos de San Miguel, San Vicente, San Salvador y Santa Ana. De noche, hay más destellos de luz en el cielo, las estrellas; que en la tierra, las contadas luces artificiales que brotan de la rugosa superficie del sur de Lempira.

—Las luces de Sensuntepeque y San Salvador bien se agarran desde aquí. Somos nosotros los que no nos vemos. Solo en julio, pasamos hasta más de cuatro días sin energía eléctrica –comenta una señora que come golosinas ante al paisaje que conoce bien. Cuando se enferma, ella viaja a Sensuntepeque.

En Gualcinse, medio mundo resiente del control fronterizo salvadoreño. En su clínica, con esto de los apagones tienen más problemas. Aquí, la brisa suele ser fría, y sin energía eléctrica no pueden nebulizar o dar terapias respiratorias a niños con neumonía. “Aquí nadie se preocupa por resolvernos los problemas. Está bien que los salvadoreños controlen su frontera, pero deberían evaluar ser más flexibles con los niños, por humanidad”, razona una enfermera del lugar.

En Valladolid –un poblado varias montañas más al occidente– ocurre otra cosa. El personal de su clínica pública ignora si sus parroquianos buscan las clínicas y los hospitales salvadoreños. Una enfermera podría jurarme que aquí todo mundo prefiere recorrer más de 70 kilómetros hasta alcanzar el hospital de Nueva Ocotepeque.

Apenas a dos cuadras de la clínica, una pareja de campesinos, Salvadora y Ricardo Gómez, de 54 y 58 años, esperan un bus que los encamine a Sensuntepeque. Allá, Francisca –quien jamás ha ido a Sula, Tegucigalpa o San Salvador– buscará pasar consulta para saber por qué ha perdido el apetito. Como los buses son escasos, el viaje les tomará dos días. Hoy pernoctarán en Mapulaca, dicen. Lo único que los acompaña es una mochilita y una botella de gaseosa o “fresco” como le llaman aquí.

Y frente a la clínica de Valladolid, un señor ensombrerado, como de 70 años, platica con una señora mucho más joven y chelita. Me acerco a ellos para preguntarles si a veces cruzan la frontera para hallar un doctor o medicina.

—Yo, sí –responde la señora chelita, de ojos verdes, quien dice llamarse María de Jesús Chicas y ser descendiente de chalatecos.

Según María de Jesús: “Los salvadoreños están molestando mucho (con sus controles de frontera) allá por La Virtud y en Mapulaca. Yo por eso entro por otro lado. Si uno de mis hijos se enferma yo mejor me lo llevo a Arcatao (municipio del oriente de Chalatenango). Desde aquí son como tres o cuatro horas a pie por una cañada –dice la madre de siete niños.

—¿Y su papá también la acompaña hasta Arcatao? –le pregunto a ella, mientras le sonrío al señor de sombrero que la acompaña y que no ha dicho nada.

—Él no es mi papá, es mi marido... Pero no, él ya no aguanta esa caminada –ríe.


Virginia es un poblado terroso. Una suma de tejas, polvo y adobes sin repello. Parece un mal chiste que aquí –en la arista más sureña y recóndita del departamento de Lempira– vivan apiñadas más de 3,000 personas: no hay mercado. No hay teléfono. No hay panaderías. No hay carros. No hay ni funerarias. No hay ruidos. Lo que es hay es una iglesia maltrecha, y tres pulperías improvisadas. El calor sofoca.

—Para vivir aquí quizá hay que ser masoquista, enajenado, loco o estar enamorado. ¡Y yo me quedé porque me casé con una muchacha de acá! –lo dice Eduardo Baca. Nada más que el único, el único, médico de la clínica de Virginia.

El doctor Baca es chele y no deja de sudar. Dice ser originario de una ciudad grande y fresca del interior de Honduras. Y no deja de reiterar que Virginia sufre muchísimo por la asistencia médica. “Que aquí quien gobierna es el drama.” Y me invita a caminar, a conocer el drama guiado por un promotor de salud llamado Domingo Zelaya. Uno robusto y chele también.

—¡Estamos hechos mierda con estos gobiernos! Aquí para ver pavimento o un hospital tenemos que meterle verga. ¡Esto mejor debería ser de El Salvador! –me dice el promotor a manera de saludo introductorio. Y partimos.

En el espejo retrovisor de una “paila”, Virginia desaparece en medio de una polvareda. El camino parece ir en dirección oriente, fiel al curso del achocolatado río Lempa. Nos detenemos frente a una casa-potrero que emerge en medio de un pedregal imposible. Poco después, nos saluda una guapa muchacha de 22 años y mirada orgullosa. Su nombre le queda como anillo al dedo, Digna Laínez.

Digna platica que hace tres meses se fue sola –íngrima– a parir, por primera vez, al hospital de Sensuntepeque. Al segundo día, adolorida aún, dice, regresó con su bebé en un bus. Pero al pasar sobre el puente Integración, el control migratorio salvadoreño hizo lo que pide esa ley llamada LEPINA. Le pidieron el pasaporte de la beba. Y ella les mostró un documento hospitalario que describía que la criatura era salvadoreña, pero suya.

—Los salvadoreños me dijeron que yo sí podía pasar a Honduras. Pero que la niña tenía que tener papeles para pasar: un pasaporte o al menos un permiso firmado por el papá de la niña (un salvadoreño). ¡Y yo hace meses que ni veo al hombre!

Digna dice que allí en el puente comenzó su odisea de recién parida. Regresó en bus a Sensuntepeque. Y desde allí tomó un camión que la llevó hasta un apartado caserío fronterizo, más al oriente, llamado El Naranjo.

—En ese camión me tocó venirme parada y chineando a mi niña. Cuando llegué a El Naranjo, caminé media hora hasta el Lempa. Allí se me empezaron a hinchar los pies y a dolerme el vientre... Pero así me pasé el río, en cayuco.

—¿Y cuánto caminó desde la orilla hondureña hasta acá?

—Como una hora más.

Digna da gracias a Dios porque ese día no llovió. Entonces se hubiera crecido el Lempa y no hubiera pasado. Se habría empapado. Y quizá ella, o su niña, habría pescado una infección o una mala gripe. Mientras lo dice, un vendaval mece los árboles. El cielo se llena de nubarrones y relámpagos, pronto habrá tormenta. Mejor regreso a San Salvador.

En cosa de una hora, pasaré sobre el famoso puente Integración. Y estaré al otro lado, en Cabañas. Ese departamento que desde 1873 lleva por nombre el apellido de un expresidente hondureño-centroamericanista, José Trinidad Cabañas.

Allí, me pedirán bajarme de la paila. Me esculcarán mis cosas. Me pedirán mi DUI. Y me preguntarán a qué vine. Parecen muy ceñidos a su trabajo. Pero igual les preguntaré que por qué no dejan pasar la ambulancia de La Virtud. ¿Quién da la orden de que no pase una ambulancia? ¿Y si es cierto que decomisan mercaderías a humildes campesinos en tránsito hacia alguna de las dos orillas? Un soldado me dice que solo recibe órdenes de superiores. En San Salvador, intenté entrevistar, en más de tres ocasiones, a alguien de la Fuerza Armada, y nada.

Antes de salir de Virginia –y de Lempira– el promotor de salud me conduce a una última casa. A la de Elsa Díaz. Es una casa grande cuyo jardín cae en barranco. Y en cuyo fondo se adivina un brazo del Lempa.

Frente al paisaje fronterizo, el promotor me explica que la hija de Elsa –una niña de tres años– padece de hidrocefalia.

—¡Mi hija no tiene hidrocefalia! En el Hospital Bloom me dijeron que lo que tiene es enanismo. La última cita la tenía para el 26 de diciembre, pero ya no fui. La perdí.

—¿Y todo por culpa del control fronterizo salvadoreño? –pregunta el promotor.

—No, no es su culpa. Es por culpa de los que dan el pasaporte.

—Elsa, ¿y qué hará si su hija, sin pasaporte aún, se enferma de algo grave? Gracias queda a 150 kilómetros. Copán a 200 kilómetros. San Pedro Sula, 300 y... –le pregunto.

—Lo mismo me pregunta el doctor (de Virginia)... Yo no sé qué haría. Él ya me ha dicho que si un día mi hija necesita hospitalización que mejor me tire al Lempa con ella. Pero yo le digo que el río ahorita está grande, que nos podemos morir ahogadas.